Una dieta sin grasa... ¡engorda!
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Como sobre las dietas ya
está todo dicho, yo había decidido quedarme al margen de cualquier discusión.
Sin embargo, a fuerza de prestar atención a esas discusiones, creo que hay una
idea que sin duda merece ser transmitida por encima de todas las demás: una
buena alimentación es aquella que es buena tanto para el cuerpo como para la
mente.
Si la dieta que está siguiendo le hace sufrir, mental o físicamente, va por mal
camino.
Su objetivo debe ser conseguir sentirse bien después de cada comida. Si se
encuentra hinchado, ligeramente empachado, con principio de dolor de cabeza o
con muchas ganas de dormir, probablemente no haya comido como debía.
A la inversa, si al terminar de comer está aún muerto de hambre y de mal humor,
tampoco es buena señal.
Y finalmente, si una hora después de comer vuelve a tener hambre, nos
encontramos ante otro problema. Por lo general debería estar haciendo la
digestión y el hígado estar trabajando. Comiendo lo correcto no hay razón para
que su cuerpo le reclame comida de nuevo tan pronto.
En resumen, como pasa con cualquier tipo de placer, al sentarnos a la mesa
nuestro objetivo no debe ser sólo la satisfacción mientras dura la comida.
Elija alimentos que le gusten y que satisfagan su apetito sin atascar el
sistema digestivo, ni dejarlo a punto de reventar.
No es tan difícil.
El cuerpo sabe lo que es bueno para él
No deberíamos darle
muchas vueltas. Nuestro cuerpo sabe de sobra lo que le sienta bien y lo que no.
Sabe perfectamente que, cuando tenemos hambre, nos abalanzaríamos sobre una
bolsa de patatas fritas y no dejaríamos ni una… pero también sabe que cuando
nos la hemos terminado nos queda una sensación desagradable (una mezcla de “he
comido demasiadas”y de “me comería otra bolsa”). Y por supuesto sabe que, por
mucho que le gusten las patatas fritas, sería impensable alimentarse sólo de
ellas.
Y lo mismo pasa con todos aquellos alimentos ante los que caemos rendidos,
desde barritas de chocolate a pizzas y hamburguesas. La sensación de “placer”
al ingerir el alimento es rápidamente reemplazada por una sensación de hastío
cuando ya lo hemos comido.
El cuerpo nos está lanzando señales extremadamente claras de que no aprecia el
capricho que le damos.
En teoría, el problema de la alimentación se podría solucionar entonces
fácilmente: bastaría con buscar sentirnos lo mejor posible al terminar de
comer, y seleccionar los alimentos en consecuencia.
Sin embargo, nuestra respuesta “natural” ante la alimentación ya no es tan
natural y no podemos fiarnos de ella.
Desconfíe de los cereales
El ser humano lleva
millones de años comiendo frutas, bayas, raíces, plantas varias, frutos secos,
carne de caza, pescado, crustáceos... Queramos o no, estamos hechos para esa
dieta.
Con la aparición de la agricultura en el Neolítico (hace 10.000 años, es decir,
hace nada como quien dice…), el hombre comenzó a consumir glúcidos, presentes
en los cereales, en gran cantidad.
La digestión transforma rápidamente los hidratos de carbono en glucosa, una
sustancia que el cuerpo asimila mal. La glucosa puede incluso convertirse en
veneno mortal para el organismo si sus niveles en la sangre son excesivos.
Por suerte contamos con el páncreas, que inyecta insulina en el cuerpo cuando
nota que el nivel de azúcar está aumentando. La insulina abre las “puertas” de
nuestras células, que absorben glucosa hasta que su nivel en la sangre vuelve a
ser normal.
Asimismo, el hombre lleva mucho tiempo consumiendo cereales de tipo integral,
que contienen gran cantidad de fibra, que ralentiza la digestión y, por lo
tanto, la absorción de glucosa. Y sigue tomando mucha verdura. En cuanto a los
frutos secos, por su alto valor energético, han constituido un alimento
importante en todas las épocas, sobre todo entre la población rural.
Sin embargo, la introducción de alimentos feculentos en la dieta a partir del
Renacimiento (las judías verdes procedentes de América y después la patata en
el siglo XVIII), la Revolución Agrícola y la progresiva industrialización de la
agricultura, provocaron una alteración de los hábitos alimenticios, con el
consiguiente incremento del consumo de hidratos de carbono.
El consumo de almidón en estado puro (en forma de patata o cereales refinados)
ha crecido hasta representar un 60% de las aportaciones calóricas diarias. Es
importante saber que el almidón de la patata, por ejemplo, comienza a
transformarse en azúcar puro en cuanto entra en contacto con la saliva, hasta
tal punto que el nivel de glucosa en la sangre al comer patatas aumenta más
rápido que al masticar un terrón de azúcar.
La catastrófica publicidad antigrasa
El desastre alimenticio
se aceleró ya en los años sesenta, cuando las autoridades públicas (es de
suponer que orientadas hábilmente por el lobby agrícola) llevaron a cabo
grandes campañas publicitarias para disuadir del consumo de grasas y animar a
tomar aún más cereales.
El descenso del consumo de grasas por parte de la población occidental, así
como el incremento del de hidratos de carbono, ha desencadenado la epidemia de
sobrepeso, obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares y cáncer que todos
conocemos.
Nos encontramos ante la absurda paradoja de que una gran parte de la población
está pasando hambre porque evita comer grasas (que son las que nos proporcionan
la sensación de saciedad) y poniéndose a hacer dietas que, al ser más ricas en
glúcidos, les acabarán haciendo engordar.
Y ya no digamos las depresiones y tragedias personales (infelicidad y
desajustes alimentarios) que este desastre ha generado, aparte de las
enfermedades relacionadas con el progreso y el estilo de vida, enfermedades que
se producen con más frecuencia en países industrializados.
¡La falta de grasa engorda!
Hace poco asistí a una
conferencia de Isabelle Robard sobre la alimentación y la epidemia de obesidad
en los países desarrollados en la que mediante un gráfico presentó el
paralelismo absoluto existente entre el incremento del consumo de hidratos de
carbono en Estados Unidos desde hace cuarenta años y el incremento de la
obesidad.(1)
Según Walter Willet, jefe del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud
Pública de Harvard, una de las universidades americanas más brillantes, al que
citó: “La comunidad científica ha contribuido a la epidemia de obesidad al
transmitir el mensaje de que sólo se deben evitar las calorías que proceden de
las grasas, lo que ha llevado a mucha gente a creer que podían consumir
cereales en cantidad”.
Isabelle Robard nos enseñó otro gráfico aún más llamativo, realizado a partir
de un estudio norteamericano sobre la relación inversamente proporcional entre
el consumo de grasas y la obesidad: cuantas menos grasas se consumen, ¡más se
engorda!, ya que siempre se tiene hambre, puesto que las grasas desempeñan un
papel fundamental en el metabolismo.
La invasión de productos “con poca grasa” (aunque cargados a menudo de
sustancias químicas) ha hecho que los estadounidenses tengan hambre, y por lo
tanto, se pongan a consumir más cereales, azúcar y bebidas azucaradas, con los
consiguientes resultados desastrosos para su nivel de glucosa en la sangre. El
páncreas ya no es capaz de generar toda la insulina necesaria y las células del
cuerpo desarrollan una resistencia hacia ella. De ahí procede la epidemia de
diabetes, y las enfermedades que la siguen.
Europa sigue el mismo camino
Europa no está a salvo.
Ni siquiera los países que disfrutamos de la famosa “dieta mediterránea”.
Aunque hayamos resistido un poco más, hace tiempo que en España han saltado
también las señales de alerta en forma de espectaculares incrementos en los
casos de sobrepeso (incluso infantil), diabetes, etc. Y mientras tanto, quienes
deberían velar por nuestra salud siguen empeñándose en que huyamos como de la
peste de las grasas y en su lugar nos atiborremos a cereales.
Como resultado, millones de madres de familia les dan a sus hijos copos de maíz
y arroz inflado en todas sus variedades (chocolateados, enriquecidos con miel…)
con toda su buena intención, mientras que desde el punto de vista de la
nutrición tiene el mismo efecto que darles terrones de azúcar.
Podría pasarme horas y horas escribiendo del tema; por ejemplo, del hecho de
que no exista ningún estudio científico que haya permitido relacionar la
cantidad de grasas consumidas y el nivel de colesterol en la sangre (como
mínimo el 75% del colesterol se produce en el propio cuerpo), o de que dejar al
cuerpo en situación de “hambruna”imponiéndole regímenes hipocalóricos hace que
se ponga en modo “ahorro” y acumule grasa precisamente como previsión ante los
tiempos difíciles que se avecinan.
Dos reglas sencillas para elegir los
alimentos
A día de hoy resulta por
tanto complicado fiarse de nuestro propio sentido común para elegir correctamente
los alimentos. Según el bioquímico Thierry Souccar, nuestro especialista en
nutrición, un buen método para elegir los alimentos es comer aquellos que
tienen:
·
Una menor densidad calórica, es decir, un número
reducido de calorías por gramo. O dicho de otra manera: elija las uvas antes
que las pasas.
·
Un índice glucémico bajo. El índice glucémico es
la velocidad con la que un carbohidrato se transforma en glucosa durante la
digestión. Cuanto más elevado sea el índice glucémico, más radical será el
aumento del nivel de glucosa en la sangre, y el páncreas tendrá por tanto más
problemas para controlarla.
Lo interesante de estas
dos pautas es que nos permiten comprender por qué las palomitas, que son tan
ligeras, en realidad resultan tan negativas para la salud. La razón es que el
número de calorías por gramo es muy alto, y ya no digamos si están azucaradas.
De ahí la sensación de malestar que nos sobreviene al comer demasiadas.
Controlar el índice glucémico (IG) es complejo. Por ello Isabelle Robard aboga
por obligar a los fabricantes de productos alimenticios a que lo indiquen en
las etiquetas de sus productos.
Nunca antes nos habíamos preguntado por ello, por lo que era imposible imaginar
que los alimentos feculentos tuvieran un índice glucémico muy alto, o dicho de
otra manera, que se transformaran tan rápido en azúcar puro en nuestro cuerpo.
Los alimentos con un IG elevado (>70) son las patatas, el pan, las pizzas,
el arroz blanco, el arroz inflado, las galletas, las barritas de cereales, los
cereales del desayuno, las palomitas, las barritas de chocolate, etc.
Los alimentos con un IG bajo son la mayoría de las frutas y verduras, los
cereales integrales, el arroz basmati, algunas galletas, la pasta, las nueces y
avellanas, la carne y el pescado.
Por supuesto, las verduras son el mejor alimento y deben representar nuestra
base alimenticia, sobre todo las verduras de colores (brócoli, lombarda,
canónigos, rúcula, etc.), que además de un índice glucémico bajo tienen también
una densidad calórica menor.
Las dietas de IG bajo son las que nos permiten adelgazar y, lo que es más
importante, mantenernos en ese peso.
Verá cómo al terminar de comer se siente mucho mejor.
Fuentes
Tener Salud.